La necesidad de implementar reformas a la fuerza pública en Colombia suele cobrar relevancia ante abusos contra la población civil, escándalos de corrupción o tensiones entre la dirigencia militar y política. La reducción del pie de fuerza, sus recursos y roles, así como la participación en política por parte de sus integrantes activos, son algunos de los temas recurrentes. La campaña presidencial de 2022 y las propuestas del actual gobierno han vuelto a poner sobre la mesa la posibilidad de reformas a las fuerzas de seguridad.
No obstante, pocas veces se dirige la mirada hacia el rol de los líderes civiles del sector de seguridad y defensa frente al control y manejo democrático, no sólo de las organizaciones armadas estatales, sino de los asuntos políticos que implican definir sus límites, marco de acción y capacidades. Sin desconocer la relevancia de ajustes institucionales pendientes –por ejemplo, en la policía nacional– este aporte resalta que, sin una mejor comprensión y reconocimiento de la responsabilidad política sobre las fuerzas armadas, las reformas que se implementen corren el riesgo de no ser sostenibles a largo plazo o incluso servir más a la continuidad que al cambio.
La más reciente reforma doctrinal que implementó el ejército (EJC) durante la administración Santos (2010-18) ilustra algunas lecciones. La doctrina militar traduce, idealmente, la estrategia política de seguridad y defensa al terreno operativo y táctico. En ese sentido, guía la acción y educación de quienes integran la organización militar, algo de gran trascendencia si se piensa en aspectos como la efectiva respuesta a amenazas y el respeto a los DDHH y al DIH. Estos y otros elementos eran objeto de los manuales de doctrina publicados (Centro de Doctrina del Ejército, 2016), accesibles por primera vez a civiles fuera del sector militar en Colombia. Esta reforma tuvo una clara influencia de referentes con los que el EJC ha cooperado tradicionalmente –particularmente los ejércitos estadounidense y chileno–, con la intención de adaptar conceptos externos al entorno local cambiante.
Dicha reforma, anunciada en octubre de 2015, fue resultado de procesos graduales de modernización que venían desde la administración Uribe (2002-10), cuando se dieron pasos hacia una mayor profesionalización de las fuerzas armadas. Sin embargo, el momento y la forma en que fue comunicada la vincularon inevitablemente a las negociaciones con las Farc. En ese momento, de uno y otro lado de la oposición se descalificó por considerarla una imposición de la guerrilla o de EE. UU (Cámara de Representantes, 2015). Con el cambio de administración y de cúpula, fue disminuyendo el ritmo de implementación hasta incluso retirar la versión digital de los documentos. Con ello, se desechó un cambio que tenía principios positivos sobre los cuales avanzar: poner la educación y doctrina en el centro de las capacidades del ejército; la apertura al público no militar e intercambio con la sociedad civil como base para su legitimidad; e incorporar nuevos roles, diferentes a la contrainsurgencia.
El alto grado de autonomía con que el EJC contó para estas reformas y la modesta participación del sector civil en su diseño y posterior discusión son síntoma de un problema más profundo en el país: una mal entendida separación civil-militar que tiene dos caras. Primero, se ha gobernado el sector bajo la fórmula de Lleras Camargo (1958-62) según la cual, así como los militares no deben intervenir en el gobierno, los políticos tampoco deben decidir sobre los asuntos de las fuerzas armadas. Así, se ha construido un control civil débil sobre el sector militar. La administración Santos no fue la excepción: para disminuir la resistencia de sectores cercanos al militar frente al proceso con las Farc, el presidente insistió en que la fuerza pública era intocable, no sólo en La Habana, sino también en Colombia. A cambio, la cúpula adoptó el discurso de apoyo al proceso de paz y presentó las reformas como prueba de respaldo al proceso liderado por el ejecutivo. Justamente esto es la segunda cara de la malinterpretación: se ha equiparado la no beligerancia o neutralidad política de la fuerza pública con su alineación con el gobierno de turno, lo cual termina por politizar su rol.
En ese sentido, las distintas ramas del poder civil deben involucrarse en el diseño y debate de reformas que se propongan para la fuerza pública. Los partidos de gobierno y de oposición tienen la responsabilidad de hallar consensos para asegurar la continuidad de los cambios que se hagan. De lo contrario, se corre el riesgo de cambiar todo para que siga igual.
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