Los procesos de construcción de los Estado-nación latinoamericanos afincaron su esperanza de ser completamente “civilizados” a través, entre otras cosas, del blanqueamiento de su población. Parte de esto incluyó reconocerse como una nación mestiza en la que la idea de la mezcla de distintas poblaciones permitía avanzar hacia una fisionomía y un espíritu blanco. En ese sentido, el discurso estatal y dominante del mestizaje ha buscado desconocer de manera muy activa la presencia pasada y actual de poblaciones indígenas y afrocolombianas; y acentuar la herencia española. Así, olvidando toda la violencia ejercida y sin detenerse a pensar en las consecuencias de la historia colonial y de haber asumido como el proyecto post-independencia el modelo europeo de construcción de Estado-nación.
Es común escuchar que en Colombia no somos racistas precisamente porque nos identificamos como mestizos, imaginario al que contribuyó la Constitución Política de 1991 y su reconocimiento como país multiétnico y pluricultural. Ya sabemos que los cambios culturales no van de la mano con cambios en las leyes y el derecho, y que los primeros demoran más y son más complejos y difíciles. En los últimos años el racismo se ha hecho mucho más visible en el país, entre otras cosas, por el trabajo arduo de los movimientos y procesos organizativos indígenas, negros y afrodescendientes, pero también porque han sido años de discusiones públicas sobre temas estructurales que desafían el ordenamiento racial-colonial.
El racismo es producto en nuestro contexto del colonialismo. La raza fue un invento que permitió en este período histórico organizar las dinámicas del trabajo mundial para el beneficio de los “conquistadores” y para la consolidación del capitalismo. Permitió tener disponible mano de obra gratuita y explotable hasta los límites de lo inhumano; tener a disposición el placer sexual para los europeos a través de la violación de los cuerpos esclavizados; reproducir la mano de obra gratuita con la procreación de personas a ser esclavizadas sin consentimiento de las mujeres; y tener al servicio el trabajo de cuidado de esos seres privados de la libertad para el buen vivir de los europeos.
Esto fomentó un racismo que se ha hecho estructural, y que se refleja en desigualdades socioeconómicas,[1] simbólicas, culturales y de participación política; al tiempo que alimenta los otros problemas estructurales que vive el país. Debates en torno a la tenencia de la tierra que siempre han sido vigentes pero que retornaron con fuerza en medio del proceso de paz, han llevado a plantear a sectores de las élites que indígenas y afrocolombianos y el derecho legítimo que tienen a la tierra son un estorbo para el desarrollo del país. Las reacciones racistas a las protestas del año pasado en ciudades con fuerte presencia de población afrocolombiana como Cali y a la participación de la Minga Indígena en el estallido social, nos recordaron el racismo que nos ha hecho como nación.
El también legítimo rechazo a través del derribamiento de estatuas en el 2021 de una historia nacional que retrata como vencedores a quienes fueron vencidos (los españoles), y que en esa lógica los presenta como héroes y fundamento positivo de nuestro presente, revivió posturas racistas que afincan su pasado y presente no en la pluralidad de lo que somos (dimensión romántica del mestizaje), sino en la herencia española que le ha permitido a ciertas élites heredar década tras década, ya por dos siglos, privilegios culturales, sociales, económicos y políticos.
Todo lo anterior, entre otras cosas, explica el racismo exacerbado que se ha desplegado como reacción a las candidaturas vicepresidenciales de personas afros. Los privilegios raciales que sostiene la población mestiza en Colombia se refuerzan con privilegios de clase. Los primeros privilegios explican porque una mujer de origen humilde y expresión de la cultura popular se considera ella misma como humana (Marbelle, la reina de la tecnocarrilera), mientras ve a la candidata Francia Márquez como un animal (al nombrarla como Kink Kong en uno de sus Twits). Lo segundo explica reacciones como las de Viviane Morales quien desconoce la capacidad teórica y de innovación política de la misma candidata, aduciendo que su pensamiento es “una caja de resonancia de la izquierda [norteamericana] woke” y al mismo tiempo portadora de una “ideología… hostil a los principios de la democracia” al, entre otras cosas, poner el acento en las desigualdades colectivas y no en las individuales.[2] Esto, una marca bien problemática de la democracia liberal y de la que hemos implementado por décadas en Colombia.
Los reconocimientos de la herencia africana y de la afrocolombianidad, para enfrentar este racismo, deben dejar de estar anclados a una dimensión romántica de la diferencia, en la que lo afrodescendiente se reconoce como folklor y sus aportes se limitan a áreas como la música, la gastronomía y/o el deporte (ver: https://www.caroycuervo.gov.co/Noticias/a-celebrar-el-dia-de-la-afrocolombianidad/). De esta forma, separando las prácticas culturales y las ocupaciones de los afrodescendientes de sus cosmovisiones, de su riqueza epistemológica y de las desigualdades que siguen acompañando sus vidas. Las personas afrodescendientes llevan décadas, y de manera muy visible y fuerte en los últimos años, aportando a nuevas conceptualizaciones sobre la realidad colombiana y los problemas urgentes que enfrentamos como humanidad.
Un ejemplo, entre muchos, es el de Francia Márquez, una mujer que ha producido conocimiento desde su experiencia de exclusión, y que hoy renueva la política partidista desde un genuino deseo de transformar un país que no solo es racista, sino también clasista, misógino, heteropatriarcal, centralista y antropocéntrico. Honrar la herencia africana implica tener la capacidad de reconocer la potencia de las y los afrocolombianos que desde los movimientos sociales y la producción de conocimiento han aportado a construir un país más equitativo y a diseñar un mundo por-venir post-racista. Honrar esa herencia implica reconocerse en esa historia desde los privilegios raciales, desde las opresiones compartidas y desde los aportes que esclavizados, cimarrones, raizales, palenqueros, negros y afrocolombianos les han hecho a la Colombia en la que usted y yo hoy vivimos.
Los ancestros son:
Las voces,
Los suspiros,
Las huellas,
Los gritos,
Los gestos,
Las canciones,
Los poemas,
Y las lágrimas
que bogan entre las orillas de la conciencia
como un eterno-retorno
con sus remos de arena fecunda
(Dinah Orozco, en: http://www.latinamericanliteraturetoday.org/es/2020/mayo/tres-poemas-de-ashanti-dinah-orozcoherrera).
[1] En un informe de la Organización Panamericana de la Salud (2021) se concluye que en más del 80% de 18 países latinoamericanos analizados, incluido Colombia, “las personas afrodescendientes viven con una amplia gama de desventajas relacionadas con la pobreza, el empleo, la salud materno-infantil y la falta de acceso a una vivienda adecuada y a servicios básicos como agua potable y saneamiento” (En: https://www.paho.org/es/noticias/3-12-2021-personas-afrodescendientes-america-latina-viven-condiciones-muy-desiguales-que#:~:text=Las%20desigualdades%20que%20viven%20las,agua%20potable%20y%20el%20saneamiento).