
En Colombia, entre 2025 y 2026 se escogerán nuevxs magistradxs para ocupar las Altas Cortes. En este contexto, es más urgente que nunca que quienes ocupen estos cargos cuenten con una perspectiva feminista, transincluyente e interseccional. La composición de los máximos órganos judiciales lejos de ser un asunto técnico aislado, constituye una decisión política que define el rumbo de los derechos humanos del país.
La conquista de gobiernos autoritarios y conservadores en la región -Trump, Milei, Bukele- refleja una sociedad donde los discursos de odio, exclusión y discriminación están ganando un gran terreno. En ese escenario, el poder judicial puede representar un contrapeso en la garantía de derechos, en vez de reproducir lógicas regresivas.
Un ejemplo muy preocupante de ese auge de las derechas y su cooptación de escenarios judiciales es el reciente fallo de la Corte Suprema de Reino Unido, que en abril de 2025 determinó que la definición de “mujer” se refiere exclusivamente a aquellas personas a las que se les asignó al nacer el sexo biológico femenino. Esto excluye a las mujeres trans de la Ley de Igualdad, afectando su reconocimiento legal, su acceso a servicios públicos esenciales como salud, educación y empleo. Más allá del efecto inmediato en la aplicación de dicha ley, ese fallo contribuye al borrado histórico que han sufrido las personas trans en todo el mundo. Esto es un retroceso gravísimo para la lucha por la igualdad de derechos que lideran las feministas y las colectivas de personas de orientaciones sexuales e identidades de género diversas.
En Colombia, el transfeminicidio de Sara Millerey, también ocurrido en abril de 2025, evidencia que la violencia por prejuicio[i] sigue cobrando vidas. Esto exige que la respuesta institucional se ajuste a la gravedad de los hechos, no solo para investigar, juzgar y sancionar con enfoque de género y sin estereotipos, sino también para prevenir que este tipo de violencias sigan ocurriendo. La presencia de una magistratura sensible al genero permitirá que las investigaciones se aborden con perspectiva interseccional y que se repare de manera integral a las víctimas de violaciones de derechos.
La Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW) establece que los Estados deben adoptar medidas para eliminar la discriminación estructural contra las mujeres en todas sus formas, incluyendo a las mujeres trans, conforme a una interpretación evolutiva de los derechos humanos. Además, la Opinión Consultiva 24/17 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos reconoce expresamente que la identidad de género es una categoría protegida por la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y determina que los Estados tienen la obligación de garantizar el reconocimiento legal de la identidad de género y proteger a las personas LGBTIQ+ de toda forma de violencia y discriminación.
Así, la elección de magistradxs con enfoque de género deja de ser un gesto simbólico o un asunto opcional. Se trata de una necesidad democrática. En últimas, esto se traducirá en interpretaciones jurídicas que consideren las desigualdades históricas y estructurales que afectan a mujeres trans, mujeres cisgénero, personas no binarias y a otras identidades y orientaciones diversas. Esto fortalece la legitimidad del sistema judicial y lo alinea con los estándares internacionales.
En contraste, escoger magistradxs como parte de cuotas políticas, que no tienen la formación ni el compromiso con la garantía de derechos humanos, es sumamente peligroso y puede abrir la puerta a que se adopten medidas regresivas como la que mencioné de Reino Unido o la que reversó el fallo de Roe vs. Wade en Estados Unidos, que legitiman discursos de intolerancia y desigualdad.
[i] La violencia por prejuicio se refiere a la ejercida contra personas transgresoras de las normas tradicionales de género. Cfr. CIDH. Violencia contra personas LGBTI: Informe Temático de la CIDH. 2015. Disponible en https://www.oas.org/es/cidh/informes/pdfs/ViolenciaPersonasLGBTI.pdf