Si algo dejó muy en claro las recientes elecciones es que las y los colombianos están ávidos de cambio, agotados y sofocados por un sistema excluyente, corrupto y violento. La credibilidad en las instituciones está en niveles mínimos, y eso no solo lo evidencia el ambiente político hostil, sino también la opinión pública. Cifras del latinobarómetro muestran a Colombia entre los países con una disminución significativa del apoyo a la democracia, al pasar del 60% en 1995 a 43% en 2021. En la encuesta Invamer-Gallup, ninguna de las tres ramas del poder público supera el 35% de favorabilidad, los órganos de control no llegan al 40% y la Policía está en un escenario similar.
El gobierno saliente, en vez de realizar un esfuerzo por mejorar la legitimidad, agudizó aún más la crisis de confiabilidad en el sistema, al mostrarse tolerante a la corrupción y a la captura del Estado, con la apropiación de órganos de control y un ejercicio de gobierno desde el amiguismo; pero, sobre todo, con la activación de la violencia estatal frente a los levantamientos sociales, expresiones de la aguda crisis social que un grueso importante de la población vive en el país, intensificada por la pandemia.
Para el desarrollo del país esto es crítico. La falta de confianza refuerza una trayectoria de debilitamiento institucional que se expresa en un uso discrecional de las instituciones por parte de los actores, una desigualdad de acceso y su no apropiación, dificultando así la configuración de cualquier orden social propuesto. Los conflictos ambientales, la seguridad en los territorios, los altos grados de impunidad, las reformas tributarias y laborales han evidenciado estas condiciones de fragilidad, que van en desmedro de una gran mayoría ampliamente excluida.
Ante este panorama, el nuevo gobierno del Pacto Histórico tiene entre sus mayores retos el reestablecer la confianza de la ciudadanía en el Estado y en las instituciones. La alternancia democrática es una excelente oportunidad para revertir el desánimo social. Nadie se suma a construir con vocación un proyecto colectivo cuando no confía, por lo que para el tipo de gobierno que el presidente y la vicepresidenta electa pretenden materializar, es más que fundamental este paso.
Grandes son las tareas que en esta materia enfrenta el nuevo gobierno. Señalamos algunas de las que consideramos más apremiantes:
- Desmontar la captura del Estado en procura de un escenario de gobierno más incluyente y transparente
- Poner en marcha procedimientos y acciones concretas para contener la corrupción, lo que también implica evidenciar una actitud contundente ante los casos que se presenten.
- Enfrentar las amenazas violentas al orden constitucional, incluyendo un cambio en la política criminal y de lucha contra las drogas
- Consolidar la democracia con la independencia de poderes y de los órganos de control y con el fortalecimiento de la democracia participativa y decisoria
- Detener la violencia estatal con reformas a la Fuerza Pública y la orientación de políticas para garantizar la no repetición.
También se reconoce que parte del logro en reestablecer la confianza dependerá del éxito de las políticas propuestas y sus logros en cuanto la realización de las profundas reformas sociales pretendidas. En especial, de lograr evidenciar un verdadero cambio para las comunidades y sectores que tienen su esperanza de inclusión en las políticas del nuevo gobierno.
Y aunque es muy pronto, no sobra plantear algunas inquietudes sobre las posibilidades reales de un mejoramiento en la confianza institucional. La campaña presidencial dejó un sin sabor sobre los medios empleados en la competencia y sobre los compromisos políticos adquiridos. No es alentador ver que, para la conformación de mayorías en el congreso, amplios y cuestionados sectores de la política tradicional hayan entrado sin mayor reparo a la coalición de gobierno y sin siquiera un acuerdo programático claro que avale la incorporación. Es urgente mostrar pronto diferencias en las prácticas políticas.
La confianza institucional no se sostiene de forma artificial, alcahueteando cualquier abuso de poder o ignorando intencionalmente las malas prácticas para no tensionar el sistema. Todo lo contrario, implica estar en constante vigilancia para promover el real y adecuado funcionamiento de la institucionalidad, para que la sociedad sienta que el Estado sí está en función de ellos y no de unos pocos. Los legados no son hechos o cifras para mostrar ser un buen “administrador”, sino un asunto de gobierno, de liderazgo político para reales transformaciones institucionales que el país necesita. Gobernar en democracia es permitir que volvamos a creer.