Dos cosas han hecho evidente la crisis sanitaria del coronavirus que han sido centrales en las discusiones sobre el desarrollo: primero, la distinción entre los fines y medios del desarrollo; segundo, la falacia de la dicotomía entre lo público y lo privado. En lo primero, el surgimiento de los estudios sobre el desarrollo, como campo específico interdisciplinario de estudio, se dio sobre la crítica a las miradas reduccionistas que daban preponderancia a lo económico y subordinaban las demás dimensiones del desarrollo. Esta discusión tomó fuerza a finales del siglo XX, a partir de diferenciar los fines de los medios del desarrollo. La pandemia hace evidente esta distinción: no podemos someter el ritmo de la vida al ritmo de lo económico, este es solo un medio y debe someterse al fin último de preservar y mejorar la vida. Esta premisa puso en duda los principios mismos de la modernidad: la centralidad del hombre (como humano -antropocentrismo- y como varón -androcentrismo) y su superioridad sobre la tierra y lo no-humano, el principio de la razón, el universalismo y la idea de orden y progreso.
En lo segundo, el aislamiento ante la pandemia ha hecho evidente cómo la vida pública y la privada son dos caras de la misma moneda. El pensamiento feminista acuñó justamente el concepto de género para explicar cómo la subordinación de la mujer, lo femenino y lo doméstico feminizado, no era producto de la naturaleza sino de la cultura, el poder y la organización social. Si la crisis actual pone en duda el antropocentrismo, la superioridad de lo humano sobre la naturaleza, también pone en duda el androcentrismo, la superioridad del hombre, lo masculino y lo público sobre lo doméstico, privado y femenino. Si algo se ha rescatado para preservar la vida, es la centralidad del hogar y lo femenino: el cuidado.
El cuidado, en sentido amplio, hace referencia a todas las actividades que se realizan en las sociedades para la conservación de la vida humana y de la naturaleza, lo cual incluye nuestros cuerpos, nuestras individualidades y nuestro entorno. Este cuidado se ejerce individual y colectivamente, en una red compleja para el sostenimiento de la vida. En sentido específico, se ha resaltado el lugar privilegiado del cuidado: el hogar. Por eso se habla de la economía del cuidado como todo aquel trabajo directo e indirecto que se realiza en los hogares para el cuidado, especialmente de los más dependientes, que suele no ser remunerado y ha sido ejercido tradicional y mayoritariamente por mujeres.
Ahora que todas y todos estamos confinados en casa, se devela este sesgo de género en el cuidado. Muchas mujeres, por siglos han estado confinadas al hogar, fue lo que en parte Betty Friedan denuncia como “El malestar que no tiene nombre” en su libro, La mística de la feminidad (1963), el libro quizás más influyente en el origen a la segunda ola feminista de los sesentas. El coronavirus ha puesto lo femenino en primer plano, el cuidado y lo doméstico, lo cual en alguna medida cuestiona la condición masculina. Entonces cabe preguntarnos ¿qué está pasando con los hombres en el confinamiento?
En las redes sociales digitales han aparecido, a manera de burla o humor, videos de hombres subordinados en la cocina o en la vida doméstica. Estas imágenes ridiculizan el cuidado y reafirman los estereotipos de género en el hogar. Además, insisten en que las actividades de cuidado implican subordinación y, por tanto, una des-masculinización de los hombres. Si el cuidado está en el centro de la vida y es uno de los fines últimos de las sociedades, como nos lo enseña la crisis actual ¿por qué insisten en su desvalorización?
Repetidas veces se ha mencionado que las mujeres salieron al mundo del trabajo remunerado, manteniendo la mayor carga del trabajo de cuidado doméstico no remunerado, lo cual les impone barreras en el mercado laboral y grandes dilemas en la vida familiar. Los hombres, por su parte, no hemos hecho lo contrario. Seguimos en el mejor de los casos ‘ayudando’ en la casa, sin reconocer responsabilidad plena en el cuidado. La disputa por el tiempo en las parejas con niños pequeños, junto a la infidelidad y la violencia masculina, sigue siendo una de las principales causas de rompimiento conyugal.
El coronavirus, nos da a los hombres una especial oportunidad de aprender. El aislamiento que produce la pandemia genera una oportunidad epistemológica para que muchos hombres de todo tipo y algunas mujeres privilegiadas, experimentemos la otredad en el cuidado: una vez enfrentados intensivamente a las demandas de tiempo entre las actividades de cuidado no remunerado y el trabajo remunerado en casa, con este intercambio cercano, podemos valorar lo que ha significado todo este trabajo directo o indirecto de cuidado. No es simplemente asumir un costo de oportunidad de dedicar tiempo a cuidar los hijos, cocinar y lavar, frente a una mayor productividad en el trabajo remunerado. Es que esta productividad, otorgada por el mercado a este último, se impone como producto de la desvalorización del primero. El hecho de que sea no remunerado no significa que no tenga un valor. No le hemos dado esa valor, simplemente porque ha sido femenino, abundante (cinco millones de amas de casa y setecientas mil trabajadoras domésticas) y, en su mayoría, no remunerado.
Después de aprobada la Ley de economía del cuidado en Colombia (Ley 1413 de 2010) el Dane pudo realizar la Encuesta de Uso del Tiempo (ENUT) tres años después y estimar el valor de este trabajo: cerca del 20% del PIB; el sector más grande de la economía colombiana. Hoy con el coronavirus, con trabajos mercantilizados que han regresado a casa, como la preparación de alimentos, esta participación bien podría haberse duplicado. Si queremos una sociedad que privilegie la vida, el cuidado debe valorizarse, al igual que las personas que cuidan. Sólo cuidando podremos desarrollar y entender la ética del cuidado, el comprender y sentir las necesidades del otro, la vulnerabilidad del otro, que puede ser y es mí y nuestra vulnerabilidad, tratarlo como quisiera que a mí me trataran. Los hombres hemos estado centrados en sí mismos; el cuidado implica un desplazamiento hacia el otro inmediato y hacia el cuidado colectivo.
En varios proyectos de investigación, he venido demostrando como los procesos de mercantilización y socialización del cuidado en las últimas décadas en Colombia, como el cuidado de la vejez, el cuidado de la infancia, el cuidado de la apariencia y la belleza y el cuidado de la salud, han mantenido la desvalorización del trabajo de cuidado, en la medida en que son actividades altamente femeninas (Pineda, 2019). En el caso del cuidado de la salud, centro de la contingencia al coronavirus, este es altamente feminizado (79% son mujeres) y sus condiciones de trabajo son altamente precarias, poniendo en dificultades el desarrollo de una ética del cuidado.
La importancia que ha ganado el cuidado en la agenda de política pública en América Latina señala la importancia de avanzar en su redistribución, entre hombres y mujeres, entre la sociedad, el estado, el mercado y las familias, y en su reconocimiento, a fin valorar este trabajo para mejorar la vida. Es decir, avanzar hacia una sociedad cuidadora es reconocer el trabajo femenino y su ética, como también el silencio de los privilegiados, como la señala Joan Tronto (2019).
Referencias
Pineda D., Javier A. (2019). Trabajo de cuidado: mercantilización y desvalorización. Revista CS, número especial, 111-136. https://doi.org/10.18046/recs.iEspecial.3218
Tronto, Joan (2013). Caring Democracy, Markets, Equality, and Justice. New York: NYU Press.