La pandemia ocasionada por el COVID-19 nos ha llevado a cuestionar y replantear la forma en la que vivimos. Comienzan a perder sentido los estilos de vida e imposiciones sociales que priorizan el trabajo, sobrevaloran la productividad o el deseo de una economía que no pare de crecer. En este contexto, cobran mayor valor los trabajos que sostienen la vida, el ocio y la posibilidad de invertir tiempo y energía en actividades que nos dan bienestar. El virus también ha mostrado, para quien aún tenía dudas sobre ello, que vivimos en un mundo lleno de desigualdades, donde el género, orientación sexual, raza, acceso al recursos naturales, a oportunidades de educación, capacidades económicas e incluso los alimentos a los que podemos (o se nos permite) acceder y consumir son factores que determinan en gran medida quién va a lograr responder a las medidas de prevención y mitigación y/o sobrevivir al virus y quién no.
A nivel individual, además de la edad, otro factor que define la capacidad de respuesta al virus depende en gran medida del estado de salud. Este a su vez es impactado por injusticias sociales que incluyen, además de las fallas y exclusiones sistemáticas y arbitrarias en el sistema de salud y en la prestación de servicios básicos como el agua, la desigualdad en el acceso a alimentos nutritivos y beneficiosos para el sistema inmune. No es coincidencia que enfermedades como la diabetes, obesidad, hipertensión, problemas cardiovasculares y pulmonares sean más frecuentes en comunidades que habitan lo que se conoce como “desiertos de comida”: áreas -generalmente en comunidades pobres- con acceso limitado a comida fresca (como verduras y vegetales), en los que la exclusión social y falta de infraestructura han dejado a sus habitantes sin más opción que seguir una dieta basada en productos industrializados, con altos contenidos de azúcares, sodio y grasas. El consumo de este tipo de alimentos está fuertemente relacionado con problemas de salud como los ya mencionados, las cuales son, lastimosamente, las enfermedades que incrementan el riesgo de desarrollar síntomas graves por el virus.
Pero ¿por qué existen lugares en los que no es posible acceder a alimentos frescos, y cómo es posible que esta sea una realidad incluso en países tan megadiversos en términos de producción de alimentos como el nuestro? La respuesta la tienen de nuevo las desigualdades, esta vez en términos de injusticias sociales, económicas y racismo sistemático. Los gobiernos han priorizado y promovido por años el mercado, el libre comercio, la homogenización de los cultivos y la producción de alimentos a gran escala. Todos estos enfoques éticamente cuestionables, donde incluso muchos de ellos han sido relacionados con actos de violencia y despojo a las comunidades de ciertas áreas, y que terminaron irrumpiendo en los equilibrios y balances ecológicos de los ecosistemas y de las relaciones naturaleza-sociedad. Pensemos, por ejemplo, en los campesinos y las campesinas, quienes a la hora de vender sus cosechas se enfrentan a alimentos importados y/o producidos en gran escala y baratos, en donde la elección del comprador muchas veces depende del precio del producto y no de la calidad del alimento o de la forma como fue producido. Ante esto, la producción de alimentos en pequeña escala y de forma sustentable se torna cada vez menos viable para esta población, resultando en un mercado cada vez menos diverso e inundado de productos industrializados y producidos a gran escala, los mismos que llenan los estantes de comunidades pobres y que terminan generándoles enfermedades prevenibles.
Sin embargo, y como esta pandemia nos está mostrando, los efectos de la producción de alimentos en gran escala, soportado por sistemas alimentarios que asumen que las ganancias son centrales y que lo que más le preocupa a las personas es el precio de los alimentos más que su calidad, no solo afectan a las comunidades campesinas que producen alimentos bajo otras lógicas, o a las poblaciones pobres sin acceso a alimentos frescos sino que terminan afectando a un grupo mayor de población. Las formas actuales de producción de alimentos, centradas en los monocultivos y granjas de animales, han deteriorado y destruido las barreras naturales, han generado deforestación, reducido la diversidad biológica y han afectado los sistemas de interdependencia ecológica que nos aislaban de organismos patógenos presentes de forma natural en otras especies.
Esto nos invita a pensar o a imaginarnos si serían posibles otras formas de producción capaces de alimentar a todas las personas sin exponerlas a enfermedades, si habrían espacios para otros sistemas alimentarios que sean diversos y que respondan a los contextos, preferencias y necesidades de poblaciones diversas o si tendríamos las capacidades de crear alternativas de producción sostenibles que reconozcan y valoren la relación naturaleza y sociedad y no las perciban como dos mundos separados e independientes. Afortunadamente, estos no son escenarios utópicos, sino que son alternativas a los sistemas alimentarios que ya existen, como es el caso de la soberanía alimentaria.
Esta alternativa -que es simultáneamente un concepto, un movimiento y un discurso- sitúa a las personas en el centro del sistema alimentario, se sustenta por principios agroecológicos, construidos sobre una fuerte base comunitaria y participativa, que prioriza la diversidad de alimentos y es incluyente. Los efectos de adoptar o retomar la soberanía alimentaria como el sistema alimentario del país podrían notarse en la revaloración del campo y de las comunidades que sostienen la vida (como campesinos, campesinas o pescadores), en la conservación ambiental, en lograr alimentar al país con producción local, y en la mejoría de la nutrición de los y las ciudadanas, resultando en que podamos comenzar a eliminar, cucharada tras cuchara, algunas de las desigualdades actuales.
Declaración de no conflictos de interés: La autora declara que no existen intereses secundarios (ni económicos ni en beneficio de la Universidad de Cardiff) relacionados con la publicación de esta nota.