Diana Ojeda (Cider, Uniandes)
Lina Pinto García (STS, York University)
En Colombia, la experiencia de confinamiento asociada a la pandemia del Covid-19 se superpone con el orden impuesto por actores armados en distintos espacios rurales del país durante la guerra e incluso luego de la firma de los acuerdos de paz en noviembre del 2016. En lugares como Chimborazo (Magdalena), Buenos Aires (Cauca) y Bojayá (Chocó), la experiencia de confinamiento ha implicado dificultades para acceder a agua, comida, medicamentos y atención médica, entre otros recursos básicos para la subsistencia. Como se ha reportado en los últimos días, algunas poblaciones están enfrentándose a un doble confinamiento debido a la pandemia y a la presencia de actores armados.
En este texto, queremos señalar la continuidad y fluidez de prácticas y discursos de militarización en Colombia, analizando cómo esta tecnología de gobierno es desplegada por el estado —así como por actores armados ilegales—-, ahora en nombre de la salud colectiva. Narrativas de guerra han circulado ampliamente como una forma de referirse a la crisis actual. Más allá de los riesgos que esto genera, resulta crítico evidenciar las conexiones entre la metáfora bélica y la experiencia vivida por aquellas personas cuyos cuerpos, itinerarios cotidianos y espacios están siendo controlados a través del uso de la violencia estatal (o aquella ejercida con su connivencia), mientras los asesinatos de líderes y lideresas sociales y ex-combatientes siguen figurando diariamente en las noticias.
Como parte de las medidas para prevenir la propagación de la pandemia, 9 municipios de Cundinamarca fueron militarizados. Sin escatimar en eufemismos, el gobernador, Nicolás García, argumentó que no se trata de militarización, sino de “acompañamiento por el ejército”. Esta medida también ha sido adoptada en otras ciudades y municipios del país. Si bien este no es el caso de Bogotá, allí se han reportado detenciones arbitrarias y uso desmedido de la fuerza por parte de la policía. Personas viviendo en la calle o en condiciones inadecuadas, así como quienes dependen en el día a día de trabajos informales, no solo ven en riesgo su supervivencia, sino que están sufriendo acoso y criminalización por parte de la policía. Más allá de esto, el 21 de marzo pasado, como respuesta a protestas de personas privadas de la libertad en distintos centros penitenciarios del país, 23 de ellas fueron asesinadas y 83 más resultaron heridas. La masacre ha sido legitimada bajo el argumento de que se trataba de un motín, e incluso de un intento de fuga. Así mismo, las cifras de violencia basada en género se han disparado durante el confinamiento, incluyendo casos de feminicidio.
Esta serie de situaciones muestra cómo dinámicas violentas heredadas de la guerra, su continuidad luego de la firma de los acuerdos de paz, y formaciones estatales en el contexto de la pandemia se superponen unas con otras. Como en el caso de las protestas y el paro de finales del año pasado, ya se han hecho evidentes las graves consecuencias de la militarización de la vida como primera línea de respuesta frente a cualquier crisis en el país.