A principios de la década de 1990, al colegio en el que yo estudiaba llegaba cada año una campaña de salud oral en la que nos repartían unas pastillas rojas, “reveladoras de placa”. Teníamos que masticarlas y luego lavarnos los dientes, y al final quedaban unas manchas rojas que nos mostraban dónde no nos habíamos cepillado bien. Al hacer el ejercicio, muchas quedábamos sorprendidas de haber pasado por alto tantas áreas en nuestra labor de higiene diaria.
Como las pastillas reveladoras de placa, todo desastre, crisis o emergencia es un revelador de lo que venía mal en el mundo, específicamente de las desigualdades. En la actual emergencia sanitaria global, relacionada con la pandemia del COVID19, ya estamos viendo cómo sus impactos se distribuyen inequitativamente a lo largo de líneas de clase social, raza, género, cuerpo y discapacidad. Por ejemplo, esta crisis nos está resaltando qué trabajos son los que sostienen el mundo (trabajos manuales, de provisión de bienes y servicios básicos, y los relacionados con el cuidado, con baja remuneración) y cuáles se parecen más a los Bullshit Jobs (Graeber, 2018) o trabajos que producen poco valor social y a la vez se apropian del mayor valor económico. Todas esas manchas rojas van quedando expuestas, haciendo evidentes las falencias del sistema económico, político y social que hemos construido y señalándonos hacia dónde hay que orientar nuestro trabajo desde distintos sectores.
Con la vivienda pasa lo mismo, y de manera más dramática en estos días de cuarentena y aislamiento social. El encierro de estos días de incertidumbre global nos obliga a ver una cantidad de deficiencias que desde la política de vivienda y desde el urbanismo hemos dado por superadas o hemos dejado en un segundo plano. Por el lado de las políticas, desde las últimas décadas del siglo XX se ha privilegiado alrededor del mundo la noción de la vivienda como mercancía, como un motor del crecimiento económico que articula al sector inmobiliario y al sector financiero, orientando la mayoría de los recursos del sector a suplir el déficit cuantitativo a través de programas de vivienda nueva (con espacios reducidos y precios altos) y dejando a la ciudad construida -y el déficit cualitativo- en un segundo plano. Por el lado del urbanismo, basados en la idea de que la vivienda es más que un techo y que importa también su localización, entorno y accesibilidad, nos hemos concentrado tanto en lo que pasa de las paredes para afuera -pintando fachadas de colores, mejorando vías, parques, equipamientos y acceso a transporte- que a veces confiamos demasiado en que el acceso a la ciudad soluciona las desigualdades y pasamos por alto que de las paredes para adentro hay todavía mucho que hacer.
Y llega la pandemia y la necesidad de hacer cuarentena, y las manchas rojas comienzan a aparecer, revelando cómo, para algunas personas, quedarse en casa puede implicar riesgos de muchos tipos. En todo el mundo – y no sólo en el llamado Sur Global- hay quienes deben pasar estas semanas dentro de viviendas con ventilación inadecuada donde los virus no tienen por donde salir, con revestimientos inflamables o materiales tóxicos, con limitaciones en el acceso al agua que impiden lavarse las manos tan frecuentemente, o sin acceso a internet, lo que hace difícil estudiar desde la casa cuando cierran los colegios y universidades. En casas o apartamentos donde viven tantas personas que es difícil guardar “distancia social” o aislar a las personas enfermas.
Y esto solamente en referencia al espacio físico. Estar en casa puede implicar también tener que pasar días y noches con aquel o aquellos que te maltratan o abusan de ti si eres mujer, niña o niño. O verle la cara todos los días al pariente lejano que, al alquilarnos una habitación de su casa, nos cobra mucho más que la cuota y nos exige favores o servicio doméstico (Cravino, 2006). O estar en riesgo de perder la casa si se pierden los medios para pagar un alquiler o una cuota -países como Italia, Reino Unido y Estados Unidos están tramitando medidas que congelan las cuotas de las hipotecas durante la emergencia, pero esto es más difícil para quienes pagan alquiler-. O simplemente, comenzar a sentir las limitaciones de esa vivienda pequeña y lejana que compramos por cumplir “el sueño de la vivienda propia”(Hurtado-Tarazona, 2018), a la que no le habíamos puesto la atención suficiente pues nuestro ritmo de trabajo y las largas distancias de viaje diario hacían que sólo llegáramos a ella para dormir.
En estos días de cuarentena, que coinciden con los de cuaresma en este país que sigue siendo católico, quedarse en casa para algunos y algunas es un sacrificio mucho más grande que para otros. Y aunque esto es así por las desigualdades que son estructurales en regiones como América Latina, el hecho de que nos hayamos sesgado a ver de las paredes para afuera al pensar cómo hacer ciudad, a pensar la vivienda solo como un lugar al que se va a dormir, o a considerarla sobre todo una mercancía, ha hecho que las manchas rojas sean más y más fuertes durante esta emergencia.
Que este encierro nos sirva para ponerle atención a las manchas rojas que se hacen evidentes en la situación residencial de muchos y para reconocer que, aunque sin duda la vivienda es más que un techo o un refugio del mundo, ésta debería ser, ante todo y para todos, un lugar en el que nos sintiéramos a salvo.
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Referencias:
Cravino, M. C. (2006). Las villas de la ciudad: mercado e informalidad urbana. Buenos Aires: Universidad Nacional de General Sarmiento.
Graeber, D. (2018). Bullshit Jobs: A Theory. Simon & Schuster. Retrieved from https://books.google.com.co/books?id=uB5kvgAACAAJ
Hurtado-Tarazona, A. (2018). Habitar como labor material y simbólica: la construcción de un mundo social en Ciudad Verde (Soacha, Colombia). Universidad de los Andes.